Atardece.
Es martes de una semana santa antigua. Un niño se jacta de su suerte al salir a la calle, espera este día de los lentos años de la infancia cuando parece que no hay pasado suficiente para crear una tradición o adquirir un recuerdo. Pero ahí esta, la calle que en algún momento se llenará del silencio de la multitud, el danzarín humo de largas velas blancas y carmesíes, un tañido breve y expansivo ondea desde una campana atosigada por la persona que lidera las dos hileras serpenteantes. El pesado ambiente lúgubre enmudece la boca de los mas jóvenes y los encierra en una imaginaria caja tratando de sacar toda la formalidad de la que son capaces y que les es requerida.
El vía crucis dirección a la ermita comenzará sus pasos con nocturnidad pero horas antes, las posteriores atiborradas calles victimas de ceras calientes y las pisadas tan lentas como la propia deriva continental, serán cortadas al tráfico y es ese momento el que el niño espera ávidamente, con cualquier artilugio con ruedas, una base que lo sujete sin volcar y ganas de diversión. Ahora puede tirarse sentado en su monopatín cuesta abajo sin el riesgo de acabar estrellado contra el capo de un coche y debe hacerlo con la celeridad del que sabe que posee un par de horas entre las 8760 que tiene el año para poder repetir este acontecimiento siempre que el tiempo, el espacio, las costumbres, la madurez o la ilusión se mantengan estoicamente. Se coge gran velocidad, la que no podría adquirir a base de fuerza y tesón, sentir el viento vespertino, llegar al final, subir la cuesta, repetir, hasta cansarse en un momento en que todo era parsimonioso.
Aprovechar una excepcionalidad, el fuego interno de la diferencia, la emoción de lo poco repetible, la destrucción de la hegemonía de la homogeneidad. ¿Se ha esfumado con los años de mi persona o con la modernidad y la extensión extrema de lo que se consideraba anteriormente temporal? ¿Soy yo el que ya no se lanza, no existe la oportunidad para hacerlo o ya siempre es posible, cualquier día a cualquier hora y ha perdido su valor? La electricidad yéndose una noche permitiendo ver mas estrellas de las que pueden ser contadas. Una tormenta de pequeños granizos en una ciudad costera que, apretando las tuercas de la imaginación solíamos considerar una nevada. Una fuente de tu barrio años abandonada y que vuelve a manar agua. Hitos del día que ya no volverán. Excesos del mundo que hacen olvidar, entre toneladas de existencias, la estima y trascendencia de lo insignificante.
¡Hasta la próxima!