Llega noviembre; y normalmente llega también cada noviembre, aunque el anterior no tuve oportunidad de verla.
Acaba la jornada laboral, me monto en el coche para volver a mi pueblo, a 25 kilómetros. Tras 5 minutos de conducir entre incorporaciones, salidas y rotondas, subo esa pendiente en la que el vehículo sufre para ascender en quinta marcha. Al llegar arriba, elevo la vista y como cada otoño desde hace más de un lustro la veo ahí, en su atalaya. Se mueve, se acicala, se gira o se alimenta.
En ese momento ya me pregunto si el año que viene volverá a su torre y a veces hay que caer en la cuenta de que quizá no lo haga más, al fin y al cabo su esperanza de vida no es como la nuestra. Pero regresa, en mi cabeza regresa y es ella y no otra, ¿Por qué iba a dar la casualidad de que sea la misma? ¿Por aferrarse siempre al mismo lugar en el mismo momento? ¿Por ser morfológicamente exacta en la distancia a todas las demás? Su brazalete es su identidad, no la puedo ver desde mi asiento a esa velocidad.
No la conozco de todas maneras, es como esa persona que vive en tu barrio o frecuenta tu comercio habitual, a la que estas harta de ver pero nunca le has dirigido la palabra ni aprecias nombre alguno. Ella tampoco me conoce y lo hace menos aun que yo, soy un punto en movimiento en una linea gris oscura, un punto de los miles que verá al día desde la altura, y por supuesto no sabe que tiene mi atenta mirada y mi expectante espera cada año.
La he visto sobrevolarme con peces en las garras, la he visto observando el mar, alimentándose, echado a volar y aterrizar. Tengo tan interiorizado atisbar esa torreta que vería la silueta de una mariposa derrotar sus ángulos rectos a cientos de metros. En primavera y verano otros la visitan, pero sus siluetas y tamaños delatan que no eres tu.
Una vez tras años de verte me atreví a sacarte una foto cual paparazi que intenta acercarse a alguien que admira. Te había visto solo en documentales, documentales de esos que muestran seres que no crees que puedas ver en tu entorno. Pero ahí estas. Hoy pude reconocerte por primera vez este año y trato de escribir la ya enraizada costumbre de alegrarme de tu plumaje blanco y negro, de tus amarillos ojos y de tu afilado kit de asesina. Bienvenida de vuelta, águila pescadora.
¡Hasta la próxima!
Preciosa! A mi cuando tengo más contacto con algún individuo salvaje me gusta darles nombre propio. Es algo personal claro. Al cárabo del parque de la Línea le llamábamos Dormilón pq nosotros le veíamos por el día dormitando en la rama. A la pareja de mirlos que anidaban en el chirimoyo del patio les llamabamos Picota y Picoto >< Y al colirojo que duerme desde hace años en el nido abandonado de golondrinas en el garaje le llamamos Colin o Colitín. Son nombres que les ponemos mi peque y yo claro, ya no son un mirlo o un cárabo cualquiera, son ellos, los sentimos amigos. A tu pescadora me viene Gertrudis jajaja aunque no sé si es hembra o macho.