Caía la imponente e incesante radiación del sol sobre los hombros, sobre los troncos, sobre el suelo. Tras esto llovió mucho, la amenaza del gris cielo y de las carmesíes áreas curvas de los isobaras en los partes del tiempo hacían temer en algunos sitios desastres que por suerte o espacio no ocurrieron. Las arterias que unen montañas, valles y mares volviendo a llenarse ¿Ver venir ese agua abriéndose paso es buen augurio? ¿No significa que antes la sequedad y las tierras resquebrajadas eran las dominantes? Aun así vemos el principio del torrente surgir, haciendo desaparecer el magnesio depositado por antiguas corrientes de la parte superior de los cantos rodados. Se va abriendo camino en oquedades, siempre encontrando el sitio perfecto para transitar porque lo había preparado con milenios de anterioridad.
Pero aunque veamos el principio del arroyo, este realmente es el final, las primeras moléculas que se fusionaran con las salinas olas al final de ese ciclo de viajes. El comienzo realmente esta en todas partes. Las agujas de pino goteando desde sus hojas de luna menguante. La tierra que absorbe pero expulsa más abajo al encuentro de la hidrofuga roca. O el agua que la semilla usa como asidero y sustento para entonces activar la venida a su futuro mundo.
Y entonces, cae la imponente e incesante radiación del sol sobre los hombros, sobre los troncos, sobre el suelo, de nuevo. La naturaleza enloquece sin el buen hacer de la guía de un calendario que no entienden. Su batuta es la traslación de una roca mastodóntica en el vacío de la materia, más allá de números arábigos y nombres de dioses y emperadores romanos, son las estaciones, su luz, su agua, su frio y su calor.
La semilla, henchida, clava su estaca en forma de raíz para luego emerger, sus cotiledones se abren como brazos que quisieran hacer fuerza hacia el cenit empujándose y bailando a un ritmo demasiado lento de divisar. La recientemente latente yema estalla en hojas noveles y flores y sus acompañantes en este baile frugal de 2 alas, 3 segmentos y 6 patas se unen a un jolgorio que no parece tener el final que anhelan.
¿Qué iba a saber la brizna de hierba, el almendro, la encina y la mariposa, de que unos homínidos lampiños y su sistema predatorio iban a transformar en verano el otoño y en primavera el invierno? ¿Cómo iba su intrínseca e inmemorial cadena de instintos averiguar que la apreciada lluvia y el agradable calor no era la señal envuelta en sus células de que la libélula no hiciera guardia incansable en su parcela del arroyo?
La confusión es de resultas, entendible, pero tiene consecuencias. Donde ayer hacia un agradable y cálido día tal vez al siguiente el martillo de las heladas caería en cualquier instante y machacaría, metafóricamente, esos futuros retoños, almendras o bellotas, que alimenten a las cantoras aves y rudos jabalíes.
Los inteligentes preparativos de las hormigas y la vida nómada de otros insectos, alargados hasta la extenuación o siendo abocados a unos estragos incorregibles. Morir de inanición o el frio ralentizar su organismo hasta la paulatina desaparición de los latidos de ese corazón bombeador de hemolinfa.
Las aves, interconectadas como un reloj atómico a una cadena de seres vivos, que a su vez está conectada a otros seres vivos, atravesando sabanas, desiertos y océanos soñando con fruición en que los acontecimientos naturales se hayan sucedido y que el hongo haya nutrido de minerales a la planta para que la larva del lepidóptero pueda alimentarse vorazmente mientras espera, no sin desprecio, colarse en una sola pieza por la garganta de un emplumado descendiente de los dinosaurios.
Incólume sobreviven también otros, a los que las amenazas traspasan sin mayor afección que lo equivalente a un resfriado y que emplean el revoltijo descontrolado para seguir tomando estas tierras donde no han nacido. Siempre fuertes, erguidas y flexibles las cañas aguantan, a menudo sacrificadas en pos de los tomates. Las acacias, inmortales, agarrándose a cualquier micra de sustrato y soportando que las cercenen en decenas de ocasiones o los eucaliptos, colosales pilares, imitadores baratos de Prometeo, solo que no solo traen el fuego si no que a su vez se llevan el agua.
Y mientras todo sucede andamos, habitamos, recorremos estas tierras. La tormenta predicha ha sido gentil con nosotros, sin destruir, sin horadar los cansados suelos que las raíces sujetan. El agua ya retrocede, no ha sido ninguna panacea. Vuelve a caer la imponente e incesante radiación del sol sobre los hombros, sobre los troncos, sobre el suelo, esta vez de forma más benigna, como quien diera de manera altruista una tregua a una guerra que sabe que va a ganar pero mientras sigamos andando a hombros de gigantes ciegos, tropezaremos y destruiremos inequívocamente este mundo. Y no esta lejos. Destruiremos el mundo antes de que paguemos la hipoteca de la pocilga en la que nos obligan a vivir.
Hasta la próxima, espero.
Qué maravilla. 😳 No tengo palabras.